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martes, 25 de abril de 2017
martes, 4 de abril de 2017
“Cassette”
AÑO: 2132 – LUGAR: aula de
cibernética – PERSONAJE: un niño de 9 años.
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea que, cuando crezca, pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso.
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea que, cuando crezca, pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso.
Entretanto, lo educan con rigor.
La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas comprenda
el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de
comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el
futuro: que descubra, que invente. La educación en el conocimiento del pasado
todavía no es materia para su clase Alfa: como mucho le cuentan una que otra
anécdota de la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo
ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez. Blas sigue
con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de su ventana y muy
airosa se dirige hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño,
antes que el naciera, siguió con la vista en una mañana como ésta y al seguirla
pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la
miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha
desaparecido. Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el
dispositivo calculador, sino un juguete. Es un cassette.
Empieza a ver una aventura de
cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música estocástica.
Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas
del siglo XX a las que justamente ayer se re[1]
rió el tutor en un momento de distracción. ¡Cómo se habrán aburrido sin ese
cassette!
- Allá, en los comienzos de la
revolución tecnológica –había comentado el tutor– los pasatiempos se sucedían
como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la
grabadora, de la radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine
parlante y policromo. ¡Pobres! ¡Sin este cassette cómo se habrán aburrido!...
Blas en su vertiginoso siglo
XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos. Su vida no transcurre en
una ciudad sino en el centro del universo. El cassette admite los más remotos
sonidos e imágenes; transmite desde satélites que viajan por el sistema solar;
emite cuerpos en relieve; permite que él converse, viéndose las caras con un
colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora cuya memoria
almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas (voces, voces,
voces, nada más que voces, pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral:
las informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas,
guiños eléctricos, signos matemáticos). En vez de terminar el deber Blas juega
con el cassette. Es un paralelepípedo de 20 x 12 x 3 que, no obstante su
pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones. Sí, pero él se
aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas
resuelve qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas el cassette entre las
manos. Lo enciende, lo apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que él piense
así o asá! Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube,
es él, él mismo que anda por el aire. En todo caso, es alguien como él. De
pronto, a Blas se le iluminan los ojos: -¿No sería posible –se dice– mejorar
este cassette, hacerlo más simple, más cómodo, más personal, más íntimo, más
libre, sobre todo más libre? Un cassette también portátil, pero que no dependa
de ninguna energía microelectrónica: que funcione sin necesidad de oprimir
botones; que se encienda apenas se lo toque con la mirada y se apague en cuanto
se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir
su desarrollo hacia delante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o
saltándose uno fastidioso.... Todo esto sin molestar a nadie, aunque se esté
rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría
participar en la fiesta. Tan perfecto sería ese cassette que operaría
directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por ejemplo, la conversación
entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de
llegar de la nebulosa Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de seres
vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada
rostro, la descripción de cada paisaje... Porque claro, también habría que
inventar un código de signos. No como esos de la matemática sino signos que
transcriban vocablos: palabras impresas en láminas cosidas en un volumen
manual. Se obtendría así una extraordinaria colaboración entre un artista
solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
- ¡Esto sí que será una
despampanante novedad! –exclama el niño– El tutor me va a preguntar:
“¿Terminaste ya tu deber”? ... “No”, le voy a contestar. Y, cuando rabioso por
mi desparpajo, se disponga a castigarme otra vez, ¡zas! Lo dejo con la boca
abierta: “Señor, mire en cambio qué proyectazo le traigo!”...
(Blas nunca ha oído hablar de su
tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera con las
ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe qué así como en 1632 aquel otro
Blas de nueve años, dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de
Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el Libro).
Enrique Anderson Imbert (1982)
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